Vendedor de té
Había un anciano en los alrededores de Kioto, la antigua capital imperial de Japón, que administraba un pequeño puesto de té en los parajes más hermosos de los alrededores de la ciudad, según la estación del año.
Después de alcanzar el despertar zen, había adoptado el compromiso de estudiar y perfeccionarse para mantenerse firme en el sendero de la total iluminación. Por eso había decidido servir y vender té. Solía decir:
-Soy pobre y carezco de medios para comer carne. Soy viejo y no puedo satisfacer a una esposa. Vivir como un suministrador de té es lo más adecuado para mí.
Cuando llegaba a una plataforma del río donde instalar su tetería, colgaba un cartel delante del puesto en el que se podía leer:
-El precio del té es tu contribución; entre cien libras de oro y medio céntimo. Incluso, si no tienes con qué pagar, puedes tomarlo. Lo siento, pero me es imposible hacerte una oferta mejor.
Cuando sobrepasó los ochenta y tantos años, decidió abandonar el oficio, quemar sus utensilios y retirarse. Éstas fueron las últimas palabras que dirigió a la canasta de los cachivaches:
-He estado solo y he sido indigente, pero tú siempre has estado conmigo; me has ayudado acompañándome entre las aguas más briosas de las montañas y los remansos de los ríos bajos, entre la floración de la primavera y los pinos de la montaña, entre los cañaverales de los meandros y los pastizales amarillos del verano. Ahora no tengo fuerza para seguir acarreándote, pero te llevo con el recuerdo del camino que hemos recorrido juntos.
Finalmente murió apaciblemente en una ermita de una de las colinas que rodean la ciudad, a la edad de ochenta y nueve años.