Limonero

Se cuenta de un Maestro que plantó un retoño de limonero frente a la puerta del Templo. El pequeño árbol creció alimentado de aquella bendita tierra, protegido de vientos e insectos dañinos, regado y atendido con amor.
Llegado el momento, siendo aún joven pero fuerte, el Maestro observó que las ramas que tocaban el suelo, podrían dañar al resto del árbol. Así pues las cortó y las dejó fuera de su jardín.
Observó entonces el Maestro que el joven árbol era fuerte, y que su savia podría alimentar otras muchas ramas, y pensó;
-¿Porqué no habríamos de compartir nuestra abundante riqueza con otros árboles? ¿La tierra del Templo no nos ha sido dada en abundancia?
En aquellos días le trajeron al Maestro noticias de otros árboles, algunos de los cuales enraizaban lejos, y otros tenían diferentes nombres y colores, pero todos eran compatibles con el limonero. Así pues aceptó una yema de este, otra de aquél, y otras por aquí y por allá y con sumo cuidado, las injertó en las ramas más altas y seleccionadas del limonero.
Las observó y cuidó con esmero, hasta que comprobó que casi todas ellas habían aceptado el nuevo hogar, y habían comenzado a nutrirse y crecer con la misma sabia, alimentada de la misma tierra del mismo Templo.
Pasó un tiempo, y las antes tiernas yemas de otros árboles separados, eran ahora fuertes ramas unidas en un sólo limonero, dieron flores que engordaron sus cálices, y cada cáliz dio su diferente resultado. Limones, naranjas, pomelos, mandarinas, bergamotas, limas…, todas diferentes, todas eran fruta, ¡y todas buenas!.

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