Lala Mimuna
En tiempos ya lejanos vivió en este país una esclava negra llamada Lala Mimuna, a quien su dueño tenía en gran estima, por los muchos años que llevaba entregada a su trabajo con entera lealtad y sumisión.
Cierto día, a resultas de un malentendido, fue acusada de deslealtad y severamente castigada. Pero ella, en lugar de defenderse, soportó en silencio el suplicio. Esa misma noche su dueño tuvo un sueño revelador de su inocencia, por lo que al despertar se dijo para sí:
-Muy importante debe ser esta mujer a los ojos de Dios y en gran estima la debe tener para hacerme ver en sueños su inocencia. Voy pues a declararla libre.
Así fue como Lala Mimuna obtuvo la libertad, que aprovechó para dedicar el resto de sus días al servicio y contemplación de Dios, eligiendo como morada una humilde cueva de la costa mediterránea.
La gente, admirada de su virtud, la saludaba con respeto al pasar por la cueva y le proveía de alimentos.
Como Lala Mimuna era iletrada, desconocía las fórmulas y oraciones rituales adecuadas para dirigirse a Dios. Por eso, cada día suplicaba al Creador que le enseñara a rezar. Pasado algún tiempo, hallándose un día absorta en su eterna plegaria, una fuerza mágica detuvo en seco a un barco que pasaba en ese instante por delante de la cueva de Lala Mimuna. Advertida del prodigio, intuyó que debía haber a bordo alguien capaz de enseñarle a orar. Sin dudarlo, montó en su alfombrilla y, sobrevolando las olas, se introdujo en la embarcación. Maravillado por tan milagroso acontecimiento, el capitán de barco no tuvo inconveniente alguno en enseñarle todas las oraciones que sabía.
Lala Mimuna, agradecida, se despidió y regresó a su cueva. Pero cuando se disponía a recitar las fórmulas aprendidas, éstas no acudían a su memoria. Volvió pues al barco y rogó al capitán que se las enseñara de nuevo, a lo que éste accedió gustoso.
De vuelta en su cueva, trató la buena mujer de repetir en vano las plegarias: su memoria no retenía aquellas complicadas frases. Sin desanimarse, quiso volver por tercera vez al barco, pero, al asomarse al exterior, comprobó que éste había desaparecido. Entonces, Lala Mimuna, postrándose de hinojos, musitó estas palabras:
-Mimuna conoce a Dios y Dios conoce a Mimuna.
Esta fue, hasta el fin de su vida, su única y constante plegaria. Cuando murió, envió Dios a unos ángeles que lavaron su cuerpo y lo envolvieron en finos lienzos, sepultándolo a continuación en algún lugar desconocido para los hombres.